Tener una primera crisis epiléptica (tanto si se es un niño como un adulto) supone un estrés para el paciente y también para su familia. Primero están las dudas sobre el diagnóstico, ya que a veces no está claro y hay que hacer pruebas para descartar otras cosas que se pueden confundir con una crisis, como una lipotimia, una arritmia cardiaca o ataques de ansiedad.
Una vez que el diagnóstico está claro, el paciente afronta muchos miedos: cómo evolucionará la enfermedad, podré seguir haciendo mi vida de siempre, se verá afectado mi trabajo o mis relaciones con los demás…
Tras una primera crisis hay que decidir si el paciente necesita tratamiento antiepiléptico o no. Es una decisión que hay que pensar y discutir con el paciente y su familia, ya que los fármacos antiepilépticos (como muchos otros) pueden tener efectos adversos y en general han de tomarse durante un tiempo largo.
Recientemente la Academia Americana de Neurología ha publicado las guías sobre el tratamiento de una primera crisis epiléptica (http://www.neurology.org/content/84/16/1705.full)
En ellas se recogen los datos estadísticos que se tienen sobre la probabilidad de que una primera crisis se repita: entre un 20 y un 45%. Sin embargo existen factores que aumentan este riesgo: haber sufrido alguna lesión cerebral en el pasado, tener un EEG con alteraciones que sugieran epilepsia, o encontrar alguna anomalía en las pruebas de imagen como la resonancia magnética.
Tratar con antiepilépicos tras una primera crisis va a disminuir las posibilidades de que el paciente tenga otra dentro de los dos primeros años, pero no va a afectar el control de la epilepsia a largo plazo.
La guía concluye recomendando lo que muchos epileptólogos venimos haciendo desde hace tiempo: personalizar las decisiones sobre el tratamiento dependiendo de las características de la crisis, el resultado de las pruebas y las peculiaridades del paciente y su entorno familiar, social y laboral.